martes, febrero 16, 2016

Cambiar el rumbo

por Luciano Doti, Ada Inés Lerner & María Brandt

—Este es el segundo planeta en el que estamos viviendo, pero al igual que en el anterior los sistemas de seguridad son manejados por máquinas que deciden el futuro de los habitantes. Tememos tanto a los ciberataques como a las guerras interplanetarias.
Somos frágiles insectos en sus cálculos. —El orador se detuvo y miró a los presentes—. Esto sirve para recordar que debemos ser cautos, posiblemente en estos momentos nos estén escuchando y viendo… —Sonó un click débil y el orador parpadeó, mientras a sus espaldas se activaba una pantalla. Una fascinante criatura de piel completamente azul y enormes ojos orlados de pestañas, en tres dimensiones, sonreía con una de sus cuatro bocas, mientras las otras tres emitían una melodía deliciosa.
—Para combatir el estrés y hacer frente a los desafíos que nos apremian, nada mejor que adquirir una de nuestras sirenas, maravillas biotecnológicas, capaces de desviar las altas frecuencias, confundiendo a nuestros enemigos y haciendo más seguro nuestro ambiente. Están disponibles desde este mismo momento para este selecto auditorio.
Entre los oyentes había varios interesados. La sirena tenía su encanto. Su sonido era necesario para ahuyentar a cualquier ser que pretendiera atacarlos. Así, esos malditos tendrían que cambiar el rumbo, orientando su ofensiva hacia otra civilización. Adquirir ese espécimen biotecnológico podía significar liberarse de aquella opresión, de esa sensación de vivir con miedo. Lo otro... era un beneficio extra. La sirena poseía cuatro bocas, y todos estaban seguros de que siempre hallarían a tres amigos dispuestos a poner la cuarta parte del dinero para comprarla y compartirla.  

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lunes, febrero 01, 2016

La peste



por Luciano Doti

Martín Fierro y Cruz atravesaron buena parte de la pampa hasta llegar a las proximidades de una toldería en el desierto. Pese a que ya era de noche, la luna llena les permitió ver a un indio comiendo de una vaca que yacía junto a él. Se apearon de sus caballos y se acercaron con la intención de ser convidados al festín. Entonces, acortando la distancia, vieron que más que comer bebía su sangre. El indio no era sociable, tomó su lanza de madera y ensayó un tiro contra los gauchos; no tuvo buena puntería; furioso se abalanzó contra ellos. Fierro, diestro para el combate como para templar la vigüela, lo lanceó en el pecho, justo en el corazón. El indio murió atravesado por su propia lanza; al morir se hizo polvo ante la mirada atónita de la yunta de renegados.
Enseguida se encontraron rodeados por otros indios, los cuales los tomaron cautivos como se estilaba en esa época, para ofrecerlos como moneda de cambio en caso de que hubiera aborígenes prisioneros de los cristianos. Fueron llevados a la toldería, donde a los pocos días comenzaron a notar que una peste aquejaba a muchos de los que habitaban ahí.
Cruz cayó enfermo y murió. A Fierro se le permitió enterrarlo. En eso estaba, durante el atardecer, cuando vio a una cautiva, extraordinariamente blanca, que era trasladada de un toldo a otro.
La jornada siguiente, se las ingenió para volver a verla. De cerca la notó bella, la consideró una dama capturada en algún malón. Tanto ella como el indio con el que había pernoctado evitaban la intemperie en las horas diurnas.
La peste seguía avanzando sobre ellos. Los indios sanos culpaban a los cristianos por tal situación, los acusaban de cometer brujería.
Fierro se sabía inocente, pero estaba lejos de conocer la verdad. Ignoraba que la cautiva de origen chileno descendía de un antiguo linaje que, en tiempos de colonialismo español, había tenido en su país contactos con un noble transilvano vinculado a la Casa de Habsburgo; y era obvio que un gaucho nunca leyera a Polidori o Le Fanu.

Publicado por primera vez en la antología Entre lunas y soles, Editorial Dunken. Buenos Aires, 2015. 

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