por Luciano Doti
Algunas tardes de agosto traen con ellas una sensación de renacimiento. Con renovados bríos nos invitan a
recorrer la ciudad bajo la cálida luz de ese sol tenue, aunque
brillante, que nos cobija.
Caminé sin rumbo durante unos veinte minutos,
y es posible que durante un instante pensara en ella; el ver a esas
otras damas circulando alrededor mío debe haberme predispuesto a
recordarla. También imaginé que si tuviera la oportunidad de intimar con
una sola de las damas en cuestión, me olvidaría fácilmente de ella.
Pero se hace tan difícil… Es que se dificulta cuando uno no es la clase
de hombre que va a entablar una relación profunda con cualquier mujer
del montón que le dé oportunidad. Quiero decir, podría tener un flirteo
con ellas, una relación ocasional, sexo. Sí, de eso no hay dudas; de
hecho, a veces lo tengo. Pero eso no mitiga su ausencia. Lo que extraño
de ella son las conversaciones, los intereses en común, incluso nuestros
silencios. Eso es lo que resulta casi imposible de recrear.
La plaza se extendía allá, al otro lado de la calle que estaba por
cruzar. Unos árboles frondosos y añosos cubrían de sombras la mayor
parte. En otros sectores resplandecía el sol. El límite entre sol y
sombra era difuso, ya que de vez en cuando ráfagas de viento sacudían
las copas de los árboles, ocasionando un movimiento que se reflejaba en
el piso. Eso me condujo a recordar una teoría cabalística que dice que
el mundo en que vivimos es el reflejo de otros mundos que existen en un
nivel más elevado. De igual manera, las sombras sobre el piso son
dibujadas por la luz que, viniendo desde arriba, se filtra a través de
las copas arbóreas que mece el viento. Claro que lo que llega aquí, a la
tierra, no es el modelo original, ni siquiera una copia similar, tan
sólo un reflejo vago de lo que sucede arriba.
Con todo, permanecí mucho tiempo ahí sentado, en un banco de esa
plaza, tanto como para que el ocaso me encontrara todavía meditabundo
con mis cosas. Entonces, bajo la tenue luz de ese crepúsculo de agosto,
la vi a ella.
Se encontraba algo alejada de donde me hallaba yo, pero no
obstante, pude divisar su figura y adivinar el resto. Inmediatamente me
puse de pie y caminé hacia ese sector de la plaza. Atravesé toda la
parte central del espacio verde recorriendo senderos serpenteantes,
llenos de bifurcaciones y giros; tanto que al llegar al otro lado, no la
encontré a ella. Retomé hacia el centro de la plaza para subsanar mi
error y tomar el camino correcto, pero esta vez me hallé envuelto por un
bosque lúgubre, atiborrado de árboles frondosos y pájaros gritones.
Desorientado en medio de ese inabarcable territorio, giré en rededor
mío, sobre mis talones, escrutando el monótono paisaje que me rodeaba.
Sintiéndome perdido, miré al cielo buscando respuestas.
Ahora el ocaso era ya historia, una luna fría reinaba en el
firmamento, oculta en gran medida tras las ramas que, teniendo en cuenta
la época del año, estaban inusualmente tupidas. Caminé un poco más
eligiendo cualquier dirección al azar, y así pude divisar un claro.
Allí, iluminada por la luna, estaba otra vez ella. Vestía un sencillo
vestido blanco. Su piel lucía también blanca como la leche. Sus ojos
negros estaban opacos. Su mirada era desangelada. Me acerqué a ella
presuroso, casi corriendo, pero se evaporó en el aire. Cómo, es un
misterio. De alguna manera debo haber quebrado la línea de
espacio-tiempo para traerla a ella de regreso en ese lugar; pero al
acercarme, la realidad palpable triunfó sobre la etérea.
¿Acaso existe
una manera de crear una realidad diferente a la que habitamos a diario?
¿Era yo capaz de inventar con la mente un agujero de gusano por el cual
viajar en el tiempo? De ser así, ¿me encontraba yo en el pasado o la
había traído a ella al presente? ¿Pueden nuestros pensamientos
materializarse?
Ella se veía real, sus apariciones habían sido lo suficientemente
reales; al menos, yo sentí como que ella estaba ahí, frente a mí. La
emoción que experimenté al verla había sido concreta, con esa sobredosis
de adrenalina, o endorfina, o qué se yo…
El lugar, la plaza, ya no era tal, aunque conservaba reminiscencias
de ella mezcladas con aspectos de otros lugares; era un mix bastante
particular, como sólo algo creado por la mente de uno puede serlo. La
plaza se había convertido en un no-lugar, donde convivían imágenes del
pasado y del presente, y laberintos imposibles, y una bella joven que, a
pesar de estar muerta, se mostraba radiante desafiando las reglas de la
física.
Dicen que ser una persona digna de recordar es una manera de
alcanzar la inmortalidad. Esa noche, bajo la luz de la luna, juzgué que
ella la había alcanzado.
Publicado por primera vez en la audio-revista Conviviendo, 2013.
Etiquetas: cuento, doti, terror