domingo, febrero 24, 2013

El Dorado

por Luciano Doti

Hay mitos que dan nacimiento a aventuras inigualables. Hubo una época en que los hombres se lanzaban a surcar los mares del mundo en busca de hallar tesoros ocultos, paraísos perdidos, continentes sumergidos, fuentes de riquezas inabarcables… Los españoles tenían el mito del Dorado y lo persiguieron sin descanso, hasta percatarse de que era una utopía, y que los más parecido a ello era la plata del Potosí o el oro de Lima; que era menos de lo imaginado, pero suficiente para solventar al imperio más grande de la Tierra. Los peninsulares no eran muy adeptos a andar por territorios ajenos, más bien preferían los suyos; o sea, los conquistados y dominados por ellos. Los británicos, por el contrario, sí llevaban consigo el deseo de explorar por sí mismos, de manera individual o privada, países exóticos; de adentrarse en selvas y montañas donde resonaban lenguajes ininteligibles; en otras palabras, llevar sus comercio y cultura a cada recóndito paraje del mundo.
Con ese espíritu aventurero, llegó James Williamson a Sudamérica. Traía consigo sólo unas pocas cosas y sus conocimientos de medicina y ciencias naturales. La recién independizada Colombia lo recibió con su clima abrasador. Inmediatamente comenzó a explorar las zonas más inhóspitas de ese lugar, en busca de plantas aún no clasificadas por la civilización. Primero por la bahía de Guayaquil; después más adentro, hacia los altos Andes. Ascendió siguiendo el curso del río Napo. Allí, aprendió la desmesura del Amazona colombiano. Consiguió muchísimas piezas botánicas que iniciaron sus colecciones; las cuales iría enviando a su Gran Bretaña natal.
En medio de esas exploraciones, conoció a Carmen; se casaron. Ella tenía el semblante de las damiselas hispanas; algo frágil, no tardó en revelarse emocionalmente inestable. Había algo encantador en ella, como en toda mujer vulnerable. Sin embargo, entorpecía las actividades de su marido.
Para escapar de esa situación, James se encerraba más en su trabajo. Inició un museo de piezas indígenas. Su propósito, aunque noble, lo llevo a profanar reliquias consagradas. Liberó una maldición que lo persiguió hasta su casa.
Una noche, mientras trabajaba en unos escritos, volcando información valiosa acerca de sus colecciones y observaciones, movió el candelabro y sin querer la luz se corrió hacia un ángulo que había permanecido a oscuras. Allí, durante un instante, pudo ver a un aborigen, decorado con innumerables objetos coloridos y una enorme cabeza ritual coronada con cuernos. Luego, esa imagen se difuminó. Lo que fuera tal aparición recreaba a un chamán o brujo.
A partir de entonces, la salud de su mujer comenzó a empeorar; se acentuaba progresivamente el mal que la aquejaba; ahora Carmen bebía, y no poco.
Eran tiempos de revoluciones. A la reciente independencia de Colombia, le siguió la escisión de ésta en otros Estados menores; James y Carmen quedaron en Ecuador. Había tensión entre civilización y barbarie, lo europeo y lo indígena.
Inició un emprendimiento minero. La nueva república ofrecía la oportunidad de forjar fortuna, pero no tuvo éxito. Por alguna razón, acaso la de ser un blanco civilizado en un país donde la barbarie se resistía a partir, no pudo alzarse con esa fortuna; la maldición indígena le negaba ese beneficio. Venido de una tierra protestante, se había negado al principio a creer en esas supercherías. Pero El Dorado se le ocultaba entonces a él, tanto como lo había hecho con los españoles. Así que, tuvo que conformarse con el prestigio científico y abandonar la utopía del Dorado; dejarlo oculto, quién sabe hasta cuándo.

Publicado por primera vez en la antología Dios mío, Literando Ediciones. Jerusalem, 2011.

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