miércoles, septiembre 15, 2010

El gnomo sin tiempo

Luciano Doti

Recuerdo lo ocurrido como si hubiera sido hoy, pero no recuerdo el momento. Es decir, me resulta imposible situarlo en algún espacio cronológico. Todo comenzó el día en que fui, como tantas otras veces, a bailar tango. Ésa fue la primera vez que lo percibí. Aunque me era bastante desconocido lo reconocí. Como si ya nos hubiéramos encontrado anteriormente. Quizás, la teoría de la reminiscencia, por la cual uno tiene un conocimiento previo de lo que es en sí, me ayudó a tener la convicción de que de él se trataba. El monstruo se hallaba sentado en una mesa al costado de la pista, y podría jurar que fue él quien me condujo hacia ella. Bailamos. Eso hicimos. No sé durante cuanto tiempo, y otra vez tengo que detenerme aquí. Porque si algo caracteriza a esta historia es que no tiene tiempo. Transcurrió o transcurre o transcurrirá en un lugar. ¿Pero cuándo? El tango sonaba en el salón. Pie derecho atrás, el pie izquierdo dibuja una ele también atrás, junto ambos pies, avanzo uno, dos, tres, los junto nuevamente, giro abriendo el pie derecho y junto para comenzar otra vez. Lo bello en la tierra imita a lo bello en sí. Luego yo me senté en mi mesa y ella con el monstruo. A la vista de todos ella estaba sola, pero para mí estaba acompañada por ese extraño ser. Ese ser que en arcaico diálogo se debatiera si debe considerarse un dios. Salí a caminar por una avenida que frecuente mucho en otro tiempo. Caminé varias cuadras reflexionando sobre estos temas, la gente pasaba al lado mío sin que yo fijara mi atención en ellos. De vez en cuando me corría a un costado para no chocar con alguno que iba más distraído que yo. No sé como hice para atravesar los cruces de calle, debo haberles prestado atención inconscientemente, dado que llegué a recorrer quince cuadras sin advertirlo. Estaba en la puerta de un bar ya conocido por mí y entré. Pedí cerveza. Nunca tomo vino cuando estoy solo. Me parece que un hombre solo tomando vino en un bar da una imagen de borracho, en cambio con la cerveza disimula más. Así es que, una vez disimulada mi imagen, me dispuse a tomar la cerveza y mirar por la ventana. Cuando uno se deja llevar por los pensamientos no existe el tiempo. Es como en un sueño, el pasado siempre vuelve como un flashback. Es el pensamiento consciente el que nos hace esclavos de ese tirano que gobierna nuestras vidas. En el mundo onírico el tiempo es una dimensión desconocida. El presente es un puente en el espacio, si imaginamos la vida como una línea recta, hacia atrás se extiende el pasado y hacia delante el futuro. El pasado son los recuerdos y el futuro es una ilusión. Entonces, mientras el presente es algo palpable que dura un instante, el pasado y el futuro sólo existen en la mente. Hasta aquí seguí un orden lógico. ¿Pero qué hay si dejo de lado esa lógica? Considerando la vida como un plano, ya no como una línea recta, sino como un plano que se extiende hacia todos lados; nos encontramos con que el presente sigue siendo un punto, un instante, pero para el resto del tiempo se abren un montón de posibilidades.

El monstruo sigue junto a ella, trata de ser simpático conmigo, y ahora que recuerdo, quizás, ya lo intento otras veces. Sí, consigo recordarlo, fue en el pasado, pero yo ahora tengo más experiencia. Parece decidido y espera. ¿Cuánto tiempo? No sé cuanto tiempo. No hay tiempo.

Estoy sentado en un bar, acabo de caminar quince cuadras, tomo cerveza, la bebo de a sorbos mientras reflexiono, después termino mi cerveza, pago la consumición y me voy. Sigo avanzando por la avenida, en un momento dado, cualquiera, doblo en una esquina, y cuando me doy cuenta, estoy en un laberinto. No sé como llegué a este entramado de calles. Me encuentro con personas que ya conozco. En realidad pasan junto a mí, pero no me reconocen, no me ven. A medida que avanzo voy recordando sucesos acaecidos años atrás. De pronto algo se aclara para mí: este laberinto reproduce lo que hay en mi mente; todo lo que almacené en mi vida está aquí. Avanzo, nada me detiene, es un viaje al interior de mí ser. En un momento llego a mi límite, más allá comienza el laberinto de ella. En ese límite está el monstruo, entonces los pies se me traban. No puedo avanzar más. Me siento y espero.

Sigo sentado en mi mesa. Miro la pista de baile. Está atestada de gente y siguen llegando más. Las parejas van dibujando círculos de fuego en el piso del salón. Bebo un trago de cerveza. Mientras lo bebo miro por encima del vaso y observo, entre luces y sombras, esa mesa. Tras esa acción bajo el vaso, y junto con él también desciende mi mirada para quedarse en la pista. Me levanto de la mesa, subo la escalera, que es extensa y no tiene rellano, me dispongo a entrar en el baño, empujo la puerta y me introduzco en él. Me dirijo a uno de los mingitorios, orino, oigo que dos personas dicen algo de un faso, algo normal en el baño de un boliche, aunque sea de tango; cuando termino, cierro la cremallera de mi pantalón, voy al lavatorio, lavo mis manos, tomo una toalla descartable y me seco las manos; luego desecho la toalla en un cesto y me conduzco a la puerta de salida. Antes de salir me aseguro que mi bragueta este bien cerrada. Después bajo la escalera, camino hasta mi mesa, me siento y bebo otro trago de cerveza; fondo blanco. El monstruo sigue inmutable junto a ella, me fugo por otro camino del laberinto, en vano, todos los caminos me llevan a él. No hay salida, me resulta imposible atravesar esa línea; el limite entre mi sector y el de ella. En medio de ambos se erige enhiesto, cual obelisco enla Plaza de la República. Éste se encuentra sobre un estrado, impone respeto con su magna presencia, bloquea mi camino autoritariamente, como si dueño de mi destino fuese. Continúo en el salón, afuera la ciudad duerme ajena a todos estos acontecimientos. Son las 4 AM, la hora en que no se sabe si es tarde e la noche o temprano a la mañana. Mientras duermen muchos estarán creando sus propios monstruos. Es así, los hombres hemos creado seres sobrenaturales de nuestros miedos. Hace siglos nació la mitología, los dioses paganos, luego las religiones. Pero todo es un refugio para depositar allí nuestros temores. El monstruo no existe, es un gnomo, no tiene entidad. Lo sé, no lo sabía antes pero lo sé ahora. Entonces ya no hay motivo para no avanzar. Frente a mí esta ella, tengo que atravesar toda la pista para llegar ahí. Avanzo por el laberinto, paso por el mismo sitio en el que hace un instante, al menos a mí me pareció un instante, se erigía el monstruo. No hay nada, solo, dueño del lugar, camino a mis anchas por el sitio. Ya estoy en el otro sector, paso por un costado de la pista, llego a su mesa, la saco a bailar, al rededor nuestro el resto de las personas forman un círculo, nosotros ocupamos el centro; giramos.

Un símbolo, lo que creí un monstruo es un símbolo. Representa un sentimiento. Primero tratamos de huir, pero después nos atrae. Ya no podemos escapar, cuando uno está compenetrado no puede dejarse a sí mismo. A veces, las menos, puede durar su hechizo toda la vida; otras, las más, se termina antes. Pero mientras dura no hay voluntad de escapar, el tiempo pasa sin ser percibido; no hay tiempo.

Publicado por primera vez en la antología Homenaje a Oliverio Girondo. Editorial De los Cuatro Vientos. Buenos Aires, 2003.